Me desperté, después de una noche a la que no sabía si sobreviviría, una de esas noches en las que el mundo se cae a tu alrededor, las paredes de la habitación te van arrinconando, mientras buceas entre las sábanas, intentando esconderte sin ahogarte entre ellas, y rezando por olvidar todos tus pensamientos, todo el dolor que sientes, y abandonarte a un sueño en calma. Eran las once de la mañana de un domingo de sol, y al mirar por la ventana comprendí que debía salir a la calle a ver si me contagiaba de ese ambiente de tranquilidad y felicidad que se mostraba desde el exterior. Me duché, me lavé el pelo, lo sequé, me depilé las piernas, me vestí con esos pantalones que compré en Ibiza, naranjas de potra baja, me puse una camiseta básica y una sudadera, no me apetecía arreglarme más. Con mi I-pod a todo volumen me metí en el ascensor, dispuesta a enfrentarme a un día nuevo. El ascensor tardó muy poco en bajar, no me dio tiempo a prepararme como yo hubiera deseado, por eso me puse las gafas de sol, por si acaso, sólo por si acaso.
Era un típico domingo, los padres disfrutaban de ese día de descanso sacando a pasear a sus hijos, un señor entraba en la panadería, con el periódico ya debajo del brazo, qué típico, pensé. Había un grupo de señoras hablando alegremente al lado del puesto de la ONCE, entre las que adiviné a mi vecina del cuarto, y apreté el paso, pero no pude evitar escuchar un “hasta luego nena”, “hasta luego Doña María” contesté esbozando algo parecido a una sonrisa, lo mejor que podía haber hecho en ese día. Seguí andando sintiendo las miradas clavadas en mi nuca de ese grupito de alegres cotorras con cara de no haber roto nunca un plato, y sabía que la buena de Doña María les estaría explicando mi vida y la de mis compañeras de piso.
Seguí con rumbo fijo, en esos días tan míos, no me hace falta ni preguntarme a dónde voy, mi corazón guía a mis pies sin que mi mente tome parte, y al llegar al cruce de la Plaza de Galicia con la Zona Vieja empecé a sentirme en casa. Me adentré por la rúa del Franco, la gente iba y venía a mi alrededor llegando incluso a chocarnos, pero nadie se paraba a verme, era como si no existiera, por eso me gustaba esa zona, había una gran cantidad de extranjeros, también vi a varios estudiantes rumbo a la Biblioteca Xeral, o eso supuse yo, al ver sus carpetas de la USC bajo el brazo. Delante de La Terraza del 46 vi a un hippy acariciando a su perro con el cariño que un padre acaricia a un hijo del que se siente orgulloso. Qué mágica es esta ciudad, no podía pensar en otra cosa mientras avanzaba hacía el Obradoiro, pensé en cuanta gente habría pisado esas piedras cargadas de historias antes que yo, cuantas personas distintas y en épocas tan diferentes habrían pasado por allí, con el mismo motivo que el mío, contemplar la catedral. A medida que me acercaba a la plaza mi corazón se agitaba, y una vez que estuve dentro, vi al tuno repartiendo sus cd´s, al bueno de Zapatones fotografiándose con unos turistas, vi a un grupo de peregrinos mirando la catedral emocionados, a un chico en bicicleta cruzar la plaza despacio, como aprovechando cada segundo que tardaba en recorrerla, dejé de mirar a mi alrededor y me dirigí hacia mi lugar especial, ese lugar que me calma, donde me siento yo misma y a salvo, en esos días, como hoy, en los que se me cae el mundo. Me senté contra esa columna del Pazo de Raxoi, que tantas veces me sirvió de apoyo, en su sentido más literal, dejé que mi cabeza se perdiera entre las piedras, buscando su sitio, me abracé fuerte las piernas, miré hacia la catedral, que hoy tenía ese tono rojizo que tanto me gustaba, y reteniendo esa imagen en mi mente, en un esfuerzo por memorizarla así, cerré fuerte los ojos…
¿Cuántas veces me ha escuchado este gigante en piedra?, ¿cuántos secretos le he contado solamente con mis lágrimas o una mirada?, ¿cuántas chicas como yo habrán contado sus secretos a esta dama de piedra?, ¿Cuántas historias de amor habrá visto comenzar ante ella, y cuántas acabarían en ese mismo lugar?...