viernes, 10 de septiembre de 2010

De descubrirnos..


Nunca he sido de cuentos de princesas y valientes caballeros, no creí jamás en esos príncipes azules que se jugaban la vida por un amor puro, y las rescataban de su duro cautiverio en amplios castillos custodiados por feroces dragones. Ni me gustaba el color rosa, ni jugaba con muñecas siliconadas. Odiaba los vestidos, las trenzas en el pelo y los zapatitos de charol. Jugaba con legos y playmóbils, prefería salir a correr al campo que peinar muñecas, los niños no ocupaban ni un segundo de mi pensamiento antes de dormir, porque antes de acostarme prefería leer libros de aventuras y soñar despierta con ser una valiente pirata que surcaba los mares, o viajar de la mano de Julio Verne al centro de la tierra.

Sin embargo, y aunque las niñas de mi edad se empeñaran en decirme lo rara que era, yo me veía de lo más normal, y ese tema no me robaba el sueño, puede que fuera una redicha, o simplemente que copiase a los mayores esa coletilla que usaban para todo lo que se escapaba a mi entendimiento y no les apetecía explicarme, pero pensaba "ya lo entenderán cuando sean mayores".

No me gustaba la idea de que un gordo vestido de rojo anduviera a sus anchas por mi casa, ni entendía porqué un señor que no conocía de nada me traía regalos una vez al año, pero no me dejaba verlo. Con seis años dejé de creer en él y en esos tres reyes, (que nadie me sabía decir de qué países eran reyes) y que a mí me cubrían de regalos y a mi vecina no le traían nada, no entendía que castigasen de una forma tan cruel a una niña que era bastante más obediente que yo. Así que a los seis años dejé de creer en los reyes, y desde los seis años en cierta manera se puede decir que soy republicana.

Con ocho, me enfadé con Dios y volví locos a mis padres a preguntas sobre el alma, la muerte y el más allá, porque a alguna monja sin un mínimo de pedagogía se le ocurrió la gran idea de hablarme del limbo. Ese mismo año, esa misma monja, me dio una hucha para recaudar dinero para construír un comedor para unos niños de Venezuela. Gané una pelota por ser la niña que más recaudó del colegio, pero casi me la quitan cuando pregunté porqué habia tantas iglesias y tantos "edificios donde vivían monjas y curas" y esos niños no tenían un comedor. A los ocho años dejé de creer en la Iglesia, aunque me reconcilié con Dios, que no tenía culpa de tener esos "representantes" en la Tierra.

Con quince años a mis amigas les dio por teñirse de rubias, y a mí me pareció mucho más divertido ponerme tres rastas blancas y una azul. Ese mismo año empecé a tener inquietudes políticas sin darme cuenta, comencé el curso con un sobresaliente en historia, hasta que mi profesor (que podría estar sentado a la derecha de Franco) empezó a contarnos su particular visión de la Historia de España, y me hizo saltar de la silla de mi pupitre. Me costó sacar menos nota en historia, y bastantes días en la sala de castigo. Me dí cuenta con quince años de que era socialista, y también porqué no reconocerlo, de que tenía cierta incontinencia verbal.

El mes que viene cumplo veintitrés años, y me pregunto de cuántas cosas más me iré dando cuenta poco a poco, cuánto me quedará por conocer de mí misma. A día de hoy, me alegro de seguir siendo la rara, y que aún siendo así, esas niñas de rosa y vestidito, que se tiñeron el pelo de rubio a los quince, y con las que hoy voy a cenar, y seguramente a discutir por algo, sigan a mi lado por lo menos otros veintitrés años, para irnos descubriendo, abriendo y cerrando etapas, y para ver si con 46 son lo "suficientemente mayores para entenderme", por ahora he de decir que por lo menos lo intentan.

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